Buenos Aires, martes 13 de marzo de 1934
Querida
hermana:
Tal vez te extrañe esta
carta y aunque mi determinación está echada, no lo hago sin temer aquello que
decía el tío Miguel. Cuando mamá murió éramos demasiado niños y tuvimos que
sostenernos de su sonrisa en las fotografías para no derrumbarnos; pues en ese
momento comenzó el calvario. Nuestra niñez llegaba a su fin, estábamos a merced
de papá, sin embargo, los libros fueron mi salvación y de ellos me aferré. Nadie
mejor que vos sabe que nunca pude llevar
una vida social ni frecuentar amistades; ni ir a los clubes los días de fiesta
para intentar conocer al menos una mujer y formar una familia. Solía estar en
la biblioteca del barrio en la cual trabajaba, leyendo novelas románticas y de
aventuras, pues allí ocurría todo lo que siempre había anhelado.
Yo
sé que nunca te atreviste a conocer a un hombre y que desde hace años te
dedicas a tejer calcetines para bebés que nunca existieron, rodeada de gatos vagabundos,
rescatados por vos misma de las inclemencias de la calle.
Cuando
los domingos ibas al cementerio a llevarle flores a papá después de su muerte;
yo sentía que lo habías perdonado, que pensabas que se había matado por
arrepentirse de las cosas que te había hecho. Si hasta el tío Miguel te daba
dinero para que le compraras flores, ya que sostenía que las almas de los
suicidas no descansaban en paz.
Tengo
que confesarte algo, hermana querida. La imagen de nuestro padre me persigue
sin piedad, día y noche. Sueño que se me aparece con aquel hilo de sangre aún
corriéndole por la comisura mientras se ríe a carcajadas. Lo presiento en todos
lados, hasta cuando salgo a caminar siento sus pasos detrás de los míos.
Recuerdo
muy bien cuando me mandaba a dormir la siesta para quedarse a solas contigo. Yo
pensaba en detenerlo, pues siempre escuchaba desde mi habitación el chirrido de
la cama junto al ahogo de tu llanto. A pesar de esto, nunca intervine, pues lo
que papá te hacía a ti ya lo había intentado conmigo.
Hermana
mía, perdóname, en realidad papá no se suicidó. No fue él quien apretó el
gatillo. Pensé que de esta manera se solucionarían todos nuestros problemas,
además de vengar tu ultraje, mi ultraje. Durante mucho tiempo cavilé y cavilé
cómo hacerlo parecer un suicidio.
Ya
no soporto más este tormento. He decidido ponerle fin a mi vida. Perdóname,
hermana, por dejarte sola. Aunque mi alma vague como decía el tío Miguel, yo
también me someto al limbo. Conserva los lindos recuerdos que pasamos de niños
con mamá, sin duda fueron los más felices.
Siempre
estaré contigo.
Antonio.
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