miércoles, 9 de mayo de 2012

La carta


Buenos Aires, martes 13 de marzo de 1934

Querida hermana:
                              Tal vez te extrañe esta carta y aunque mi determinación está echada, no lo hago sin temer aquello que decía el tío Miguel. Cuando mamá murió éramos demasiado niños y tuvimos que sostenernos de su sonrisa en las fotografías para no derrumbarnos; pues en ese momento comenzó el calvario. Nuestra niñez llegaba a su fin, estábamos a merced de papá, sin embargo, los libros fueron mi salvación y de ellos me aferré. Nadie mejor que vos sabe que  nunca pude llevar una vida social ni frecuentar amistades; ni ir a los clubes los días de fiesta para intentar conocer al menos una mujer y formar una familia. Solía estar en la biblioteca del barrio en la cual trabajaba, leyendo novelas románticas y de aventuras, pues allí ocurría todo lo que siempre había anhelado.
            Yo sé que nunca te atreviste a conocer a un hombre y que desde hace años te dedicas a tejer calcetines para bebés que nunca existieron, rodeada de gatos vagabundos, rescatados por vos misma de las inclemencias de la calle.
            Cuando los domingos ibas al cementerio a llevarle flores a papá después de su muerte; yo sentía que lo habías perdonado, que pensabas que se había matado por arrepentirse de las cosas que te había hecho. Si hasta el tío Miguel te daba dinero para que le compraras flores, ya que sostenía que las almas de los suicidas no descansaban en paz.       
            Tengo que confesarte algo, hermana querida. La imagen de nuestro padre me persigue sin piedad, día y noche. Sueño que se me aparece con aquel hilo de sangre aún corriéndole por la comisura mientras se ríe a carcajadas. Lo presiento en todos lados, hasta cuando salgo a caminar siento sus pasos detrás de los míos.
            Recuerdo muy bien cuando me mandaba a dormir la siesta para quedarse a solas contigo. Yo pensaba en detenerlo, pues siempre escuchaba desde mi habitación el chirrido de la cama junto al ahogo de tu llanto. A pesar de esto, nunca intervine, pues lo que papá te hacía a ti ya lo había intentado conmigo.
            Hermana mía, perdóname, en realidad papá no se suicidó. No fue él quien apretó el gatillo. Pensé que de esta manera se solucionarían todos nuestros problemas, además de vengar tu ultraje, mi ultraje. Durante mucho tiempo cavilé y cavilé cómo hacerlo parecer un suicidio.
            Ya no soporto más este tormento. He decidido ponerle fin a mi vida. Perdóname, hermana, por dejarte sola. Aunque mi alma vague como decía el tío Miguel, yo también me someto al limbo. Conserva los lindos recuerdos que pasamos de niños con mamá, sin duda fueron los más felices.
            Siempre estaré contigo.
            Antonio.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario