lunes, 7 de mayo de 2012

Diferencia




            Entró al Café sin poder sacarse los anteojos oscuros y pidió un cortado, ese lugar era su refugio. Solía leer las noticias, de cuando en cuando levantaba la vista para observar a la gente pasar tras la ventana.
             Al vaciar el pocillo, sacó un cuaderno que llevaba en la cartera. En él acostumbraba a apuntar sus sueños. La noche anterior había tenido uno tan vívido que no podía dejar de recordarlo: Se veía desnuda, corriendo por las calles desiertas de Flores, tratando de llegar a ningún lugar. Luego se detenía e intentaba reiteradas veces encender un cigarrillo con un encendedor que no le daba fuego. Cansada, se proponía recomenzar la marcha cuando se volvía a dar cuenta que estaba desnuda. Aterrada, corría en dirección contraria, hacia su casa quizás, sin poder llegar.
            Cuando terminó de escribir las lágrimas la sorprendieron; se las secó por debajo de los anteojos. La mano con la que sostenía la lapicera le temblaba. Temió que la gente de las mesas vecinas pudiera verla, así que agarró rápido la cartera, dejó el dinero sobre la mesa y salió por el pasillo camino al trabajo.  
            Esa noche duplicó la dosis de medicación que el psiquiatra le había recetado. Siempre se despertaba en mitad de la noche, sofocada por algún sueño, sin poder volver a dormirse. El whisky era su compañero en el estremecedor silencio de la casa, no sólo le aliviaba el dolor del alma; entonces tuvo que volver a saborearlo para que las horas pasaran más rápido. 
            Al día siguiente regresó al Café con la cabeza embotada, volvió a ver al hombre que siempre la miraba unas mesas más allá. Ella se sintió incómoda y evadió la mirada. Lo observaba escribiendo con insistencia en su computadora portátil. La posición erguida acentuaba aún más el movimiento rítmico de los dedos, era un entrar y salir elegante, escribiendo palabras que ella se dedicaba a imaginar.
            Al rato, mientras el mozo le acercaba el tercer cortado, junto al mismo puso una servilleta con unas palabras escritas a mano: “Se lo envía el señor de aquella mesa”, dijo.

Te regalo mis ojos, a cambio de una mirada desnuda.

            Al leer el texto, levantó la vista y aún con los anteojos oscuros, dobló la servilleta y la guardó en la cartera. Sus mejillas se ruborizaron, en tanto el mozo se retiraba esbozando una sonrisa cómplice. Ella giró la cabeza hacia la mesa del hombre que la observaba con una pequeña sonrisa y que con las palmas de las manos apoyadas sobre la mesa parecía que intentaba pararse.
            Esa noche tampoco pudo dormir, sentía que la medicación ya no le hacía efecto, tampoco ayudaban los ronquidos del marido que llegaban desde la habitación; ni el sillón del living que le seguía resultando incómodo.
            A la mañana siguiente pensó en ir a desayunar a otro lado, hasta en ir a trabajar en ayunas, pero el recuerdo del papel doblado en su cartera le hizo caer en la cuenta de que no podía vivir escapando. Se arregló con indecisión pero mientras lo hacía comenzó a sentirse elegante, caminó hacia el Café. Ya en la calle contempló cómo el sol se asomaba e iba iluminando el despertar de la ciudad.
            Una vez en el lugar, volvió a ver al hombre en su rutina. Pensó que debería ser escritor. Él siempre la seguía con la mirada cada vez que abandonaba la pantalla por unos segundos. En una de esas ocasiones con una sonrisa la saludó, ella esbozó con timidez otra para luego mirar hacia la ventana.
            El mozo se acercó con una rosa. “Se la envía el señor”, fueron sus palabras. Se sintió entre sorprendida e incómoda, sin embargo, para ella este hombre tenía algo que lo diferenciaba del resto. No se animaba a mirarlo a la cara,  presentía que sus ojos la esperaban atentos; dudó unos instantes hasta que juntó coraje y decidió ir hasta la mesa de él.  
            Intentó excusarse, darle a entender que agradecía el cortejo pero que necesitaba estar sola, que no estaba pasando un buen momento. Él insistió con invitarla un café y ella no pudo negarse. Mientras lo saboreaba hablaron de sus vidas. Las agujas del reloj giraron de prisa y pronto tuvo que irse a la oficina. Se lamentó por eso, pero antes de irse él le regaló su último libro de poesías.
            En el trabajo estuvo distraída todo el día, en un momento no resistió más y tomó el libro para leerlo en el baño. Cuando estaba por la mitad, con la mano que tenía libre, alcanzó a tocarse la entrepierna casi sin darse cuenta. La estremecían los versos de amor, y los ojos de aquel hombre ahora no los podía olvidar. Así que emprendió una lectura minuciosa de cada poesía tratando de sentirse la musa inspiradora del poeta.           
            Esa misma tarde, apenas salió del trabajo, se dirigió al Café y lo buscó con la mirada, tomaron un whisky y hablaron de ellos; sin que se dieran cuenta se hizo de noche. Él la invitó a un lugar más cómodo pero ella se negó, sin embargo, al día siguiente, fue de nuevo al Café, solo que ésta vez no utilizó la escalera, sino la rampa por donde todos los días el hombre entraba con su silla de ruedas.

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